Una
noche de verano, 19 de agosto.
Era una noche
cálida de verano, un 19 de agosto. Yo no
conocía a Nuria, ella era una chica más del instituto, una de segundo de
secundaria. Sí, era guapa, pero yo nunca me había fijado en ella. Nos llevábamos
tres años, ella tenía trece recién cumplidos y yo quince para cumplir,
dieciséis dentro de pocos meses. Un mes de octubre que no quedaba muy lejos.
Estábamos en la feria, y agarraba a Marina por la espalda haciéndola sonreír,
le decía cualquier tontería que se me pasaba por la cabeza con tal de que
sonriera. La besé. Un beso dulce, con sabor a algodón como el que acabábamos de
compartir. Vestía una falda de talle alto y una blusa de tirantes. Su piel
morena resaltaba haciendo saber que había pasado las vacaciones en un bonito
hotel cerca de la playa. Sus ojos eran azules como canicas. Parecía que se
podía jugar con su mirada, parecía tan frágil, parecía una muñequita. Solo lo
parecía. Pero no lo era. Y luego en aquella caseta, entre aquel montón de gente
estaba ella. Una cría que hacía levantar miradas a su paso, que hacía temblar
la pista de baile, pero en definitiva, una cría.
Mirando
las estrellas …
Por un momento
me acordé de que hacía tiempo que no había vuelto a llamar a sus amigas. Que
nos habíamos unido por aquella razón, porque los dos estábamos solos. Muchas
veces únicamente queríamos compartir las solitarias horas estando uno al lado
del otro. Ese silencio era incomprendido para aquellas personas que nos habían
abandonado cuando más las necesitábamos. Eran silencios en los que te
cuestionabas donde estaría ahora él, que haría, si sentiría algo… te
preguntabas si hiciste alguna vez algo para que se enfadara contigo o si
aprovechaste todo el tiempo que estuviste a su lado. Eran silencios en los que
te reprochabas por qué no hiciste esto o no dijiste lo otro y solo había una
pregunta sin responder ¿Por qué él? Y aunque si tuviera respuesta era demasiado
pronto para anunciarla a aquella persona que un día necesitaría saberla para
continuar su vida.
Un
extraviado mes de julio de mi calendario
…
Finalizaba la
temporada, era nuestro último partido, nuestro último público en este año,
nuestros últimos minutos jugando al fútbol. Era también nuestra última mañana
con el Álvaro entrenador, luego seguiríamos viéndolo pero en una piel diferente
la piel de amigo. Todo terminaba hasta el año siguiente, hasta que todo:
entrenamientos, partidos, victorias, derrotas, goles… empezaran de nuevo el 15
de septiembre. Pero para mí era diferente, ya que dejaba atrás a
ese equipo, que tras un montón de años parecía quedarme pequeño. Yo
cumplía ya los diecisiete y solo podía estar como público, solo para admirar
como otros chicos seguían mi camino podía sentarme en las gradas.
La verdad no
sabía si eran mejores todos esos momentos desde que era un niño, dispuesto a
evitar cualquier obstáculo que se me cruzara en el camino para llegar a lo más
alto del equipo de fútbol. Pero ahora que salía de mi equipo para enfrentarme a
un mundo mayor, me daba miedo el no ser lo suficientemente bueno. Y por otra
parte como siempre, estaba ella… irme de aquí significaría dejar de verla, que
ella ya no siguiera mis partidos ni mis entrenamientos. Si repasaba los
episodios de mi vida había cambiado muchas cosas por ella, había estropeado las
cosas por ella, lo había dado todo por hacerla feliz, pero a ella, no a mí, por
la sencilla creencia de que si ella era feliz yo también, pero cuando ella fue
feliz de verdad con otra persona yo dejé de serlo por completo y supe que mi
felicidad no era directamente proporcional a la de ella. Y ya estaba empezando
a pensar que a lo mejor mirar esos ojos verdes y esos cabellos castaños con
destellos dorados no me estaba haciendo bien. Pero como siempre yo no valía
nada en mi vida y mi corazón era el que tomaba el rumbo y hacía girar el timón.
Y esta vez como muchas otras, también la volvería a elegirla a ella.
Un 15 de
septiembre en el que todo comienza a salir fatal.
Era 15 de
septiembre, un día en el que todo comenzaba de nuevo, volvíamos a la rutina.
Como cada quince desde que empecé a salir con Marina caminamos juntos por el
paseo de la playa hasta llegar al instituto. Era septiembre pero todavía
apetecía llevar tirantes y manga corta, puesto que el sol no nos dejaba
respirar ni un momento. Lo veía todo brillante a mi alrededor, no me daba
cuenta de que su mirada estaba muy apagada, de que su azul ya ni brillaba, de
que su sonrisa ya no iluminaba, pero sobre todo no me daba cuenta de eso porque
desde hacía tiempo me había acostumbrado a vivir con la luz de los ojos de
Nuria, con su sonrisa que parecía pintada con rotulador permanente en mis
recuerdos. Marina, lo sabía o por lo menos lo podía intuir.
Llegamos a la
puerta del colegio y entre todo el ruido que se montaba cada año se escuchó su
risa. Me dediqué a ladear la cabeza de un lado al otro buscándola. Me alteraba
el no encontrarla y me olvidé por completo de que aquella que estaba a mi lado
comenzaba a dejar salir las lágrimas que los últimos meses había aguantado.
Cada vez que salíamos lo único que me dedicaba a hacer era estar a su lado
mientras mi mente volaba reproduciendo la risa, el rostro y el cuerpo de Nuria
aquella noche de verano en la feria, donde me fijé en ella por primera vez. Y
mientras tanto Marina me había soportado pensando que tal vez esto fuera
pasajero. Pero se estaba dando cuenta de que no.
Lo último que
deseaba en ese momento en el que la vi llorar por última vez, fue que algún día
llegara a perdonarme, llegara a pasar por mi lado y por mi casa sin tener que
agachar la cabeza y cerrar los ojos para no verme, lo único que deseaba era que
un día no muy lejano llegara a perdonarme por todo este daño… Me sentí egoísta,
nada más pensando en mí en lo que yo deseaba, y ella ¿qué es lo que quería ella? Hacía tiempo que había dejado
de hacerle esa pregunta. Hacía tiempo que solo pensaba en mí, y sobre todo, en
Nuria.